martes, 28 de febrero de 2017

Algo que hacer

Estaba encerrado en su cuarto, tumbado boca abajo en su cama, con la cara hundida en la almohada y los puños cerrados sobre su sien. La persiana estaba bajada y apenas un par de rendijas en ella dejaban pasar unos finos hilos de luz. La cabeza del tipo estaba tan saturada como su reducido entorno. Su mente parecía a punto de explosionar hasta que, en un impulso, se dio media vuelta y abrió los ojos: la oscuridad y el aire viciado le obligaron a incorporarse y salir de ahí.

Sin fijarse en lo que llevaba puesto, el chico se puso unas zapatillas, cogió su chaqueta, se puso unos auriculares y salió de su casa. El aire de la calle parecía devolverle poco a poco a la realidad, como si esta fuera un lugar que no pisaba hace tiempo y que ya no es como recordaba.

Apenas había gente a su alrededor y a medida que avanzaba todo se volvía más desértico, hasta verse solo, rodeado de los viejos edificios de un barrio lejano y de un viento que habría movidos las ramas de los árboles y las plantas si hubiera alguna allí. El alto volumen de su música no impidió que escuchara el inconfundible sonido de un fuerte pelotazo contra un muro. Al darse la vuelta vio a un niño que  pateaba un balón de futbol y lo hacía rebotar una y otra vez, cada vez con más fuerza. Fue entonces cuando decidió prescindir de los auriculares y observar.

Una vez apagado el sonido de la música, pudo oír con más fuerza la pelota que iba y volvía una y otra vez de las botas del chico, además de cómo este empezaba a jadear progresivamente, lo que le hacía pensar que ya llevaba un rato sin parar de chutar contra esa pared. Finalmente acabó perdiendo el control del balón, tras un último disparo con todas sus fuerzas que acompañó con un grito ahogado.

El balón fue a parar a sus pies, mientras el chico le miraba jadeando, con las manos en las rodillas e indicando con un gesto de cabeza que le pasase el balón.

¿Por qué no intentas descansar? –dijo mientras se animaba a intentar dar unos toques al balón, que se le cayó al pasar del tercero.

Eres muy malo señor, devuélvemela anda –respondió sin un ápice de vergüenza el niño.

La primera sonrisa que había tenido en tiempo apareció en su cara, pisó el balón y miró detenidamente al chico- puedes decirme que soy malo, pero si vuelves a llamarme señor, te demostraré que aun se como soltar un buen pepinazo como para que tengas que ir bien lejos a buscar tu balón -sus palabras no denotaban que lo dijera como una auténtica amenaza.
Venga que si, échamela –ordenó ya impaciente el chico.

Le ignoró y le siguió observando, la cara de aquel muchacho parecía tener restregones de lágrimas alrededor de sus ojos- Igual podrías descansar un  poco –esta vez su tono comenzaba a ser serio, fuera lo que fuese, aquel no era simplemente un chaval con ganas de jugar al fútbol.

Dámela por favor –a pesar de los modales, en su forma de hablar se podía ver el primer atisbo de rabia.

En cuanto te tranquilices- dijo con calma. Al instante el chico hizo una inspiración, puso los brazos en jarra y cambió su gesto. Pasados unos segundos, le pareció adecuado devolverle el balón. Al tener de nuevo la pelota en sus pies, el chico no se apresuro a seguir con lo suyo, si no que se le quedó mirando.

Pásamela otra vez –se oyó decir de improviso. El chico obedeció y le dio un pase raso con el interior del pie. Estuvieron devolviéndose pases durante un rato, sin mediar palabra, no sabía donde quería llegar con aquella situación, pero el sol empezaba a ponerse, y aquel chico no estaba lo suficientemente abrigado para el aire fresco que comenzaba a levantarse.

Vuelve ya a tu casa chaval, tus padres deben estar esperándote- dijo con toda la amabilidad posible.

¿Y por qué no seguimos jugando? Me gustaría practicar mi tiro con un portero –el chico ahora no parecía el mismo con el que se encontró, la rabia y la irreverencia habían dado paso a la súplica y la dulzura propia de un niño de su edad.

Es tarde, quizá otro día ¿Vale? –le devolvió el balón y se dio la vuelta. Ahora que se había despejado, le apetecía volver a casa, darse una buena ducha y poner un rato la televisión mientras tomaba una cerveza y... No quiero volver a casa –oyó decir a su espalda.

Se frenó en seco, no quería darse la vuelta, era obvio que el chico tenía problemas, pero no eran los suyos, hacía tiempo que había aprendido a no entrometerse en la vida de nadie más de lo necesario. Sin embargo se giró y allí lo vio, el miedo y la tristeza más absoluta en el rostro de un chiquillo que no podía tener más de diez años. El mundo se le vino abajo, pero sus ojos volvían a abrirse más que nunca, había despertado, su cabeza pareció olvidar todo aquello a lo que le daba vueltas y su único deseo era ayudar a aquel renacuajo que le había hecho volver a tener contacto con un balón de fútbol.

Se sentó en un bordillo, invitó al pequeño a que le acompañase y le puso su chaqueta por encima. No sabía que le diría ahora, pero algo tendría que hacer.

miércoles, 4 de enero de 2017

Menos palabras

No voy a ser yo el que ponga en duda el poder de la palabra, especialmente en nuestra mente, la forma en que te hablas a ti mismo puede hacer una gran diferencia.  Pero una cosa son las palabras en nuestra cabeza y otra la palabra que damos a los demás, porque es tan fácil hablar y presentarse como la persona ideal, el amigo que todos quisieran o el yerno perfecto, que caemos en la tentación de hacer una propaganda barata de nosotros mismos, hasta el punto en el que a un servidor ya le dan ganas de echar la pota.

En los últimos meses no he escrito nada por aquí, principalmente por falta de inspiración, desgana y porque, la verdad, no creo que nada de lo que os hubiera hecho leer mereciese la pena. Pero a partir de cerrar la puta boca también he aprendido a valorar a la gente que, valga la redundancia, mantiene la boca cerrada y habla por sus actos. La gente que conversa menos, o que no siempre habla de cosas tan trascendentales (como hago yo demasiadas veces en este blog) y se limita a comunicarse con su actitud, la cual puede ser a veces mejor y otras peor, pero siempre es auténtica.


Creo que debería haber menos palabras porque muchas  veces pueden ser máscaras, que ocultan quienes somos de verdad, y podemos hacer creer que predicaremos con lo que decimos, o lo que es peor, ser nosotros los que nos creamos esas palabras y llevarnos terribles decepciones. Es posible que ahora escriba menos sobre lo que pienso, lo que siento o de mis puñeteros ideales. Ni yo ni nadie es un ejemplo, y ya va siendo hora de dejar de esforzarnos tanto por serlo. Así que espero que cada vez haya menos palabras, ya que, yo por lo menos, me fijaré más en los hechos.