No voy a ser yo el que ponga en
duda el poder de la palabra, especialmente en nuestra mente, la forma en que te
hablas a ti mismo puede hacer una gran diferencia. Pero una cosa son las palabras en nuestra
cabeza y otra la palabra que damos a los demás, porque es tan fácil hablar y
presentarse como la persona ideal, el amigo que todos quisieran o el yerno
perfecto, que caemos en la tentación de hacer una propaganda barata de nosotros
mismos, hasta el punto en el que a un servidor ya le dan ganas de echar la
pota.
En los últimos meses no he
escrito nada por aquí, principalmente por falta de inspiración, desgana y
porque, la verdad, no creo que nada de lo que os hubiera hecho leer mereciese
la pena. Pero a partir de cerrar la puta boca también he aprendido a valorar a
la gente que, valga la redundancia, mantiene la boca cerrada y habla por sus
actos. La gente que conversa menos, o que no siempre habla de cosas tan
trascendentales (como hago yo demasiadas veces en este blog) y se limita a
comunicarse con su actitud, la cual puede ser a veces mejor y otras peor, pero
siempre es auténtica.
Creo que debería haber menos
palabras porque muchas veces pueden ser
máscaras, que ocultan quienes somos de verdad, y podemos hacer creer que
predicaremos con lo que decimos, o lo que es peor, ser nosotros los que nos
creamos esas palabras y llevarnos terribles decepciones. Es posible que ahora
escriba menos sobre lo que pienso, lo que siento o de mis puñeteros ideales. Ni
yo ni nadie es un ejemplo, y ya va siendo hora de dejar de esforzarnos tanto
por serlo. Así que espero que cada vez haya menos palabras, ya que, yo por lo
menos, me fijaré más en los hechos.